Cuando Hernán Cortés decidió emprender una expedición de conquista hacia el oriente, zarpó de Santiago de Cuba —el 15 de noviembre de 1518— con once barcos y poco más de 700 hombres. El gobernador Velázquez, con quien tenía pugnas, solamente le autorizó que explorara aquellas tierras. Pero él iba para obtener no solamente gloria e incrementar los dominios de la Corona española, sino también favores, tierras y un territorio para gobernar. Además de caballos, este pequeño ejército que se insubordinó unos pocos meses más tarde y fundó el primer establecimiento español en tierras mexicanas, iba acompañado por unos cuantos indígenas oriundos de las islas del Caribe, que pertenecían a la etnia taina, y algunos esclavos negros y armas de fuego. ¿Qué tantas armas podían cargar esos pequeños barcos? ¿Cuántos de sus hombres iban armados? Parece mentira que, con tan escasos recursos, estos expedicionarios lograran someter a un fuerte imperio que dominaba la mayor parte de la sección central de lo que hoy es nuestro país.



Ciertamente, deben haber tenido un papel importante las armas, los caballos, la confrontación de ideas y la ideología de los pobladores de tierra firme, pero el triunfo de la Conquista se debió también a un factor con el que los propios conquistadores no contaban: los microbios que ellos mismos portaban, contra los cuales los americanos no habían desarrollado ningunas defensas naturales.

Según la teoría más difundida, los pobladores de América habían llegado diecinueve milenios antes, a pie, desde la parte noroccidental de la enorme masa del continente asiático. Se trataba de pequeños grupos nómadas, familias extensas que a lo largo de los siglos, siguiendo las rutas migratorias de la caza mayor, fueron extendiéndose hasta el sur, en un territorio donde eran los primeros habitantes de la especie humana. Al adaptarse por generaciones a este medio, fueron desarrollando defensas biológicas contra la infinidad de virus y bacterias que seguramente encontraron en su camino; al no ser funcionales las defensas que sus antepasados asiáticos habían desarrollado en su continente originario, estos anticuerpos fueron evolucionando o perdiéndose.

De todas maneras, los registros y testimonios que hay acerca de la vida de los pueblos de América antes de la llegada de los españoles nos permiten saber de epidemias que atacaban a las poblaciones toltecas, mayas, totonacas y mexicas. Por ejemplo, una de las causas que contribuyeron al derrumbe de la otrora poderosa Tula fue, probablemente, una gran peste acaecida en el año 7 Conejo, durante la cual, según las crónicas, "de las mil partes toltecas se murieron novecientas". Entre muchas otras de las registradas en los anales antiguos, el chalca Domingo Chimalpahin (nacido hacia 1579) relata el caso de una epidemia en Chalco, que prácticamente despobló el lugar en 1456. Las epidemias solían presentarse cuando grandes heladas o sequías provocaban hambruna, con lo cual la población no tenía suficientes proteínas para enfrentar las infecciones. Se ha especulado que las enfermedades que asolaron a las poblaciones prehispánicas pudieron ser el tifus exantemático o enfermedades respiratorias de gravedad, particularmente cuando acontecían tras las heladas. La valoración de las informaciones transmitidas desde aquellos tiempos ha permitido identificar que en el continente americano se sufrieron el tifus, la tuberculosis, la leishmaniasis, infecciones por salmonella y amibas, y el mal de Chagas.

De este modo, al llegar los europeos, los americanos se encontraban desprotegidos contra nuevas cepas microbianas que viajaron con ellos desde el Viejo Continente, o bien, desde las islas caribeñas o el África. Los historiadores difieren en cuanto a la densidad de población en América a principios del siglo XVI; ciertamente la postura de los más conservadores entre ellos arroja bajas cifras de población, ya que esto justificaría la legitimidad de la ocupación de los "despoblados" territorios americanos por parte de los conquistadores y colonizadores europeos e implicaría una menor mortandad de personas originarias de estas tierras. Trabajos paleodemográficos realizados a mediados del siglo XX, sin embargo, han ido despejando la información con base en la apreciación de los restos materiales en excavaciones arqueológicas, en las descripciones que dejaron por los primeros exploradores europeos y también con fundamento en la capacidad productiva de las tierras.

Estos trabajos nos hablan de que en el continente americano hubo decenas de millones de habitantes; tan solo para el actual territorio nacional se calculan entre 25 y 30 millones de habitantes, lo que nos devuelve al cuestionamiento inicial: ¿cómo pudo Cortés, con menos de mil hombres, dominar al imperio que tenía controlada esa enorme cantidad de población? Fue ayudado por una enorme catástrofe demográfica, debida en buena parte a las epidemias para las que esta población no se encontraba preparada.

"La población europea tuvo contactos —durante muchos siglos antes de la conquista de América— con las de Asia y África, tanto por invasiones como por intercambios comerciales", dice Mauricio Schoijet. "Su mayor resistencia a varios agentes patógenos habría sido causada tanto por esos contactos como por el hecho de que convivieron a lo largo de milenios con animales domésticos que transmiten enfermedades."

Si a la llegada de las enfermedades se añaden las creencias religiosas y la forma en la cual se mantenía el edificio social mesoamericano, con una dominación jerárquica y tributaria, se puede comprender cómo fue posible la imposición de agotadoras formas de trabajo a los indígenas a través de las encomiendas. La sobreexplotación de la mano de obra, a la cual se mantenía trabajando mucho y mal alimentada, favoreció que los cuerpos agotados y hasta deprimidos fueran presa fácil para los gérmenes que producían la viruela, el sarampión, el tifus y el resfriado. Bernardino de Sahagún mencionó que la epidemia de viruela de 1545 cobró diez mil almas en Tlatelolco.

Las epidemias desatadas se conocían bajo el nombre genérico de "pestilencias"; las había de origen europeo y también africano, puesto que en las primeras islas caribeñas colonizadas a partir de la llegada de Cristóbal Colón la población indígena fue diezmada por enfermedades y malos tratos; cronistas de la época, como Oviedo, plantean que de un millón de habitantes, en una docena de años se había llegado a disminuir la población originaria a menos de mil habitantes. Por esta causa, la importación de esclavos africanos comenzó más de una década antes de la expedición conquistadora de Cortés. Con los esclavos africanos llegaron el paludismo, la helmintiasis —o lombrices parásitas— la disentería y la diarrea entre otras enfermedades mortales.

Todavía no concluía el periodo de conquista cuando un esclavo negro llegado con Pánfilo de Narváez, enfermo de viruela, fue diseminando la enfermedad que en estas tierras nunca se había visto. En consecuencia, los indígenas infectados se bañaban con frecuencia, con lo que según los españoles empeoraba la enfermedad y morían. La catástrofe demográfica también fue resultado de la imposición de costumbres distintas, como queda muy claro en el testimonio de Antonio de Herrera, conquistador en Tabasco:

Antes había una multitud de indios, pero las muchas enfermedades y pestilencias que existen en esa región han disminuido en grandes cantidades, y además porque cuando están enfermos de sarampión, viruela, catarros, flujo con sangre y fuertes fiebres, acostumbran bañarse en los ríos sin esperar a que la enfermedad haya mitigado, y por eso mueren. Y de acuerdo con la doctrina cristiana, no se les permite más de una mujer, mientras que antes podían tener diez o doce, y por eso no puede aumentar el número de indios, especialmente entre los chontales (...)

Según reseña en su Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y tierra firme del mar océano, en cuatro décadas desde el año de 1492 hasta el de 1531, publicado en Madrid, en 1720.

Ante el embate ele las epidemias se desató, en un círculo vicioso, la hambruna, puesto que al haber tantos enfermos, no había nadie que les hiciese pan, es decir, no se recogían las cosechas, no se comerciaba ni se cocinaba. La medicina local no conocía los remedios para estas enfermedades nuevas; los responsables de la atención médica todavía eran pocos en comparación con el grueso de la población, no había hospitales ni personal capacitado para atender a la gente enferma. Varios de estos remedios sociales llegaron poco a poco, junto con una mejor organización del gobierno y la sociedad coloniales. Sin embargo, en el siglo XVI se registraron en la Nueva España varias grandes epidemias: la ya citada de viruela muy temprana; la segunda, hacia 1531, de sarampión, a la que en náhuatl se nombró záhuatl tepiton, o lepra chica. Alrededor de 1545, se difundió alguna especie de virus hemorrági-co, epidemia que se repitió en 1576; esta oleada de enfermedad se calcula que debió haber cobrado la vida de 800 mil personas en todo el territorio. Periódicamente ocurrían brotes de lo que se ha identificado como tifus exantemático, que los españoles llamaban tabardillo y los indígenas, matlazáhuatl.

Mandujano Sánchez, Camarillo y Mandujano señalan que:

El primer libro de medicina que se publica en México, la Opera medicinalia de Francisco Bravo, está en su mayor parte dedicado a la enfermedad que, con brotes periódicos, diezmaba a la población mexicana. El síntoma más aparente del tifus o tabardillo es el exantema petequial. Los códices indígenas representan a estos enfermos con la piel cubierta de manchas parduscas.

No resulta extraño saber que las epidemias se cebaron en aquellos sectores de la sociedad que padecían peores condiciones de vida: explotación laboral, hacinamiento, mala alimentación y una vida insalubre y sin alicientes, con lo cual no se trató únicamente de un asunto de falta de anticuerpos. Fue así como las enfermedades se convirtieron en un arma involuntaria en la que pareciera, a la distancia, una imposible gesta de conquista que resultó mortal.


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